Recuerdos de un Olivettiano desmemoriado. Capítulo 5º

 – A TRABAJAR –

Por José Manuel Aguirre

Se acabaron las vacaciones. Regresamos con una mezcla de curiosidad y preocupación. Ahora continuaríamos el aprendizaje desde nuestro puesto de trabajo. Tendríamos que demostrar de qué éramos capaces, cualesquiera fueran las tareas que se nos encomendaran. Cuando nos contrataron en período de prueba y empezamos nuestra formación, no estaba predeterminado cuál sería el destino de cada uno.

Aquel setiembre, se encargó de anunciárnoslo una persona realmente muy singular: Carlo Maria Cignetti. Era un ingeniero italiano que, por aquel entonces, desempeñaba el cargo de director de concesionarios. Ejercía sobre nosotros una suerte de tutoría a distancia. De él es obligado hablar. Y hablar bien. Lo haré más adelante.

A Pepe Puigcerver y a Ramón Ramis los destinaron a Rápida S.A. Ramón abandonó la empresa al cabo de un tiempo y le perdimos la pista. Pepe demostró unas magníficas capacidades comerciales. Alcanzó casi siempre los objetivos que se le marcaron a lo largo de más de tres décadas y, en sus últimos años en activo, desempeñó con total autoridad y eficacia el cargo de Director General de esa empresa.

Los demás nos quedamos en COMESA. Luis Teijeiro regresó a Madrid. Allí hubo de cumplir con la norma y durante un tiempo – que no soy capaz de precisar – trabajó como vendedor de distrito. Juan Pedro dominaba el alemán y el inglés. Era un candidato pintiparado para el departamento de control de la competencia. Del control y estudio de los pocos competidores que teníamos en España por aquel entonces. Allí le esperaba Enrique Roselló, también universitario, procedente de una promoción anterior.

Quedábamos Ángel Torres y yo. El sr. Cignetti nos dijo que uno de los dos había de trabajar a las órdenes de Juan Arturo Lázaro con la misión de descargarle de la que parecía árida y aburrida tarea de llevar la estadística comercial. Nos dejó escoger. Ángel no me dio tiempo ni para opinar. Dijo enseguida que a él no le gustaba el trabajo de oficina. En aquel momento yo no tenía nada en contra de tales tareas. Así que… ¡Adjudicado!

Pero, cuando me encargaron de la estadística, ya no quedaba otra opción disponible para Ángel. Por lo tanto, tuvo que esperar un mejor destino ocupando una plaza de vendedor de distrito en Barcelona. Naturalmente fue una actividad transitoria. Desempeñó después cargos de relevancia en la estructura comercial. Fue director de la sucursal de Cádiz y, luego, de la de Alicante. Cuando aún joven ejercía la función de secretario de la División de Máquinas Contables, de nuevo en la Casa Central, murió repentinamente de un infarto. Olivetti perdió un eficaz colaborador y muchos de nosotros, un amigo inolvidable.

Muchas veces me he preguntado cuál hubiera sido mi trayectoria en la empresa si, en setiembre de 1963, Ángel se hubiera quedado con la estadística y yo me hubiera ido al distrito. ¿Qué tal vendedor hubiera resultado? ¿Habría sido capaz de soportar los altibajos emocionales que comporta la actividad comercial? ¿Me habría quedado en COMESA o hubiera regresado al mundo editorial, al de la enseñanza o buscado quizá otras oportunidades? Si hubiera resistido en el distrito ¿cuál habría sido mi carrera posterior? Este es un ejercicio tan enrevesado como inútil: especular con lo que pudo haber sido y no fue. Es verdad que a lo largo de la vida uno se encuentra en determinadas encrucijadas y tiene que decidir, si alguien no decide por él, qué camino tomar. En algunas situaciones se trata de decisiones de carácter estratégico, de las que pueden condicionar de manera definitiva una carrera e incluso una vida.

Empecé a trabajar con Lázaro en la primera planta de fábrica, en un despacho que no tendría más de 10 metros cuadrados. Él y yo compartíamos la misma mesa. Su secretaria, Pepita García, y Rosita Baladrón, una ayudante, compartían otra. Aquel espacio – casi no me atrevo a llamarlo despacho –, a pesar de su pequeñez, era, en ocasiones, lugar de paso o sala de espera para las personas de la empresa que venían a ver al dott. Vernetti. Mientras aguardaban, teníamos que darles conversación. Allí fue dónde conocí a varios directores de sucursal y a muchos de mis nuevos compañeros. También allí me enteré de muchos chismes y de otras cosas de las que no se publican en la memoria anual de las empresas.

En esta reducida área, trabajamos durante nueve meses y medio, hasta que se inauguró el edificio de Ronda Universidad. A nuestro lado, separados por una cristalera, estaba la sección de contabilidad de HOSA, al mando del Sr. Pastor. La componía un grupo de personas simpáticas, alegres y desinhibidas, que nos amenizaba las veladas con sus chanzas y ocurrentes comentarios, sobre todo las mañanas de los lunes a propósito de la jornada futbolística del domingo. Arnaldo Perelló era su maestro de ceremonias.

En aquel despacho nuestro había un timbre que, en el momento más inesperado, sonaba de manera estridente. Cuando esto ocurría, Lázaro se ponía en pie como impulsado por un resorte y salía de allí poco menos que a la carrera. El timbrazo era la manera que tenía el dott. Vernetti de llamar a su secretario. Nunca pude entender por qué no utilizó un artilugio menos molesto. Hasta llegar al despacho de su jefe, Lázaro tenía que sortear una columna y realizar tres giros de 90 grados. Gestionaba las curvas como Dani Pedrosa y Jorge Lorenzo. Pero como Dani y como Jorge, un día patinó en una curva, se cayó y se fracturó un par de costillas y se dañó alguna vértebra. Durante unos pocos meses, tuve que sustituirle.

Yo acudía solícito a las escasas llamadas del dott. Vernetti. Creo que, en ausencia de Lázaro, se las componía mejor solo. Todo transcurría sin incidencias. Hasta que un día, una de las secretarias del dott. Peiretti me dijo que me presentara en su despacho. Así lo hice. Cuando entré, después de llamar a un timbre y esperar a que una luz roja cambiara a verde, como si fuera un semáforo, le encontré enfrascado en sus papeles. Sin levantar la vista, me entregó un documento y me dijo que le hiciera una fotocopia. ¿Qué por qué no se la pidió a una de sus secretarias? La respuesta es sencilla. En toda aquella zona de fábrica no teníamos nada más que una fotocopiadora. Estaba en el despacho de Lázaro y él y Pepita eran los únicos que sabían manejarla. Era una máquina de líquidos de la marca Sada. Aquel otoño nuestra organización comercial había empezado a vender esas copiadoras. Pepita no estaba en aquel momento. Yo no tenía ni idea de cómo funcionaba aquello, así que le pregunté a Rosita si ella lo sabía. Como me dijo que sí, le entregué el documento para que lo fotocopiara.

Para hacer una fotocopia había que seguir el siguiente proceso: introducir el documento original unido a una hoja de papel sensible por una ranura. En el interior de la máquina, los recogía y arrastraba un rodillo a la vez que una luz verde impresionaba por contacto la imagen original en el papel fotosensible. Al salir ambos papeles por otra abertura, había que separar el original, que ya no se volvía a utilizar en el proceso. El papel de copia había que introducirlo en otra ranura, en la parte inferior de la máquina, donde un compuesto químico en forma líquida, procedía al revelado de la copia. Finalmente, ésta salía, algo húmeda, por una última abertura.

Todo fue bien hasta que el papel que Rosita introdujo en la ranura para el revelado fue el original y no el papel copia. El original ya no salió. Se quedó empapado y enrollado en el último rodillo del proceso de revelado. Era imposible extraerlo de allí. Con la preocupación que es de suponer, llamé al Sr. Cignetti y le expliqué la tragedia. Sin reprocharme nada, desmontó la máquina y, con unas pinzas y el cuidado y la paciencia de un científico ante un papiro milenario, sacó el documento mojado, casi en pedazos y muy manchado. En definitiva, irreconocible.

Cuando se hubo secado, quedó de un exótico color tabaco. Parecía uno de los manuscritos del Mar Muerto, por aquel entonces recién descubiertos. Lo metí en un sobre transparente y se lo llevé al dott. Peiretti. Iba convencido de que allí se iba a acabar mi carrera en el grupo Olivetti. Cuando se lo di, se quedó atónito. Detrás de sus gafas, su mirada centelleaba de asombro e irritación a la vez. Su vista iba y venía del documento a mi rostro. Movió varias veces su cabeza de un lado a otro y me dijo con voz muy queda, quizá ronca por la ira: ¡Está bien, márchese! Durante varios días esperé, en vano, lo peor. No pasó nada. Eso sí, nunca más volvió a llamarme y allí no se hizo ni una sola fotocopia más hasta que se reincorporó Lázaro.

Barcelona, 15 de julio de 2008

1 comentario en “Recuerdos de un Olivettiano desmemoriado. Capítulo 5º”

  1. Aguirre, al leer tu artículo “a trabajar”, se me ha refrescado la memoria y me he rejuvenecido nada más y nada menos que cuarenta y cuatro años.
    Yo fui uno de los que estaban en la sección de contabilidad HOSA, entré a formar parte de esa sección el 1/02/63, fecha de mi incorporación a Hispano Olivetti, un día muy frío y nevado.
    Las discusiones futbolísticas de los lunes por la mañana, eran algo esperadas por todos, pues Perelló se encargaba de animarlas con sus críticas a los comentarios de Matías Prats (padre), efectuados el domingo anterior.
    Las personas que por aquellas fechas formábamos el departamento, eran: Pastor, Perelló, Núñez, Vivancos, Cortacans, Alcalde, Jordá, Regales y yo, mas tarde de incorporó Hernández Guillem.
    Todos éramos jóvenes y con muchas ilusiones por delante, pero también tuvimos nuestros momentos dificultosos, recuerdo uno muy significativo. En aquellas fechas las Hojas de Contabilidad se pasaban al Libro Oficial copiándolas a través de una imprenta que teníamos en un archivo, después de pasarnos el mes de Agosto trabajando para poder tener la contabilidad a punto, nos equivocamos y copiamos unas hojas que no correspondían, podéis imaginar la cara que se nos quedó a todos, algunos proponían quemar el archivo.
    Cuando llegó Marimón, el director de contabilidad de Hispano Olivetti y le tuvimos que explicar lo ocurrido, todos creímos que aquel sería nuestro último día en la empresa, pero él sin pestañear tomó la decisión más apropiada, que no comentaré, y todo quedó en una anécdota para recordar en mi vida de Olivetti.

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